Habitamos un impasse. Un impasse de sentido sobre cómo organizarnos para construir respuestas colectivas a la intensa ofensiva neoliberal que ataca la vida. Una ofensiva con diferentes intensidades, pero con una misma lógica: la acumulación de beneficio por encima de cualquier otro criterio. Quienes vivimos esta extensión planetaria de la barbarie somos huérfanas de los movimientos de masas, de los relatos de emancipación que dieron sentido a un horizonte de cambio en épocas pasadas. Hemos aprendido a vivir sin grandes referentes y sin estructuras fijas que organicen la vida. Nuestro tiempo es el de la precariedad, nuestro espacio es extremadamente móvil. Experimentamos la incertidumbre del presente, la fragilidad de los vínculos sociales, la exigencia de conectarnos para existir. En este mundo, decir «nosotras» comporta antes que nada un problema: ¿Desde dónde hablar cuando los lugares colectivos de vida, cultura, trabajo se han diluido? ¿Cómo hacerlo cuando la dispersión es condición de nuestro tiempo? ¿Quienes cuando las identidades han sido puestas en entredicho?

Nosotras, feministas de este tiempo complejo, hemos tenido que reinventarnos. Y lo hemos hecho con una convicción: necesitamos nuevas herramientas conceptuales para orientarnos. La actual crisis que vivimos evidencia que nuestro planeta deriva hacia el colapso. La pregunta que urge contestar es qué otras posibilidades de vida pueden abrirse. Dicho de otro modo: qué necesitamos para construir una vida que queramos vivir, digna de ser defendida, fuera de la lógica capitalista y heteropatriarcal que todo lo engulle. En este contexto, los feminismos proporcionan claves especialmente útiles para pensar la transformación –entendiendo por ésta la capacidad de juntarte con otros para modificar lo dado–.

Por ejemplo, la máxima que afirma «lo personal es político» señala la necesidad de identificar los puntos de seducción entre subjetividad y poder, entre el sistema macropolítico y los mandatos micropolíticos, así como las diferentes formas que adquieren las relaciones sexuales y familiares para cooperar socialmente con un orden predeterminado. Los feminismos también han señalado la necesidad de contar con análisis que no escindan la dimensión económica de la sexual, a riesgo de olvidar que los mercados se sostienen siempre –y no como accidente, sino como necesidad– sobre un determinado régimen sexual. También se ha hablado de la importancia de mirar a aquellos procesos que cotidianamente sostienen la vida fuera del circuito productivo. O que los campos de fuerzas están constituidos por dimensiones que escapan a la razón, atravesados por afectos, memorias, imágenes. O de la importancia de que la acción política atraviese la vida cotidiana, haga con y desde el cuerpo, hable con y desde la experiencia.

Como otros movimientos políticos contemporáneos, los feminismos se enfrentan en la actualidad a importantes dilemas. El primero tiene que ver con la pérdida de centralidad de los movimientos sociales ante el estallido de una serie de revueltas ciudadanas en diferentes partes del globo. La Primavera Árabe, el 15m en España, el movimiento Passe Livre por el transporte y contra las olimpiadas en Brasil, Occupy en EE.UU., YoSoy 132 en México o las recientes protestas por la desaparición de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa desbordan las fronteras clásicas de aquéllos. El protagonismo anónimo ha puesto sobre la mesa una pregunta importante que, entre la desorientación y el entusiasmo, resurge con cada explosión de descontento: ¿Cómo situarse en ese nuevo escenario en el que los programas pre-ideados no funcionan? ¿Qué papel adoptar ante cada estallido: acompañarlo, dirigirlo, o existe, por el contrario, un punto diferente de cruce entre la escucha y la creación, capaz de respetar su lógica interna? ¿Y qué cabe esperar después? Estas preguntas adquieren especial envergadura para los feminismos: nos desafían a repensar la relación entre exigencias particulares y demandas generales, cuando estas últimas pueden estar invisibilizando cuestiones inaplazables.

Por otro lado, hemos asistido, al filo de las complejas transformaciones de la última década del siglo anterior, a la pérdida de la capacidad rupturista que las diferencias desplegaban por sí mismas. Nosotras, apasionadas de los tesoros políticos desvelados al calor de los movimientos autónomos feministas y de las revueltas del 68, crecimos sabiendo que afirmar, inventar, construir otras sexualidades, otros cuerpos u otros modos de vida eran tareas imprescindibles. Romper con la norma. Transgredir lo dado. Fugarnos de la rigidez de las estructuras. Sin embargo, la capacidad de cooptación del capitalismo impuso un nuevo mandato: «Sed diferentes, originales, auténticas». Y las prácticas que trataban de proponer una diferencia no asimilable, no exploraron siempre la potencia de abrirse a lo social, creando pequeños paraísos identitarios. ¿Cómo pueden las diferencias no traducirse en indiferencia? ¿Cómo recuperar su capacidad para interrumpir la realidad y no simplemente reproducirla? ¿Cómo afirmar otros mundos fuera de los mercados y no tanto contra, sino en el interior de lo social? Hoy somos conscientes de que debemos reconstruir la vida común quebrada para volver a afirmar las diferencias. Y es en este sentido que la política de lo común se convierte en un verdadero desafío en medio de la crisis.

Crisis del sujeto del feminismo

La irrupción de las diferencias tuvo importantes efectos para la acción política. En las últimas décadas, asistimos a un intenso debate en torno al sujeto «Mujer», categoría alrededor de la que se articuló el movimiento feminista en la Segunda Ola. Su desestabilización se produjo en el marco de un cuestionamiento del esquema de la diferencia sexual, que puede resumirse en tres aspectos: hacer del cuerpo una sustancia a la que se le presuponen determinados atributos; prefijar un sistema binario en el que se oponen dos sexos de manera universal; e impedir una visión compleja del sujeto que invisibiliza las diferencias entre mujeres. Con estos argumentos, se pusieron en entredicho fundamentos teórico-políticos clave; fundamentos que impulsaban y daban sentido al propio movimiento de mujeres. Por una parte, la existencia de un sistema patriarcal monolítico; por otra, que todas las mujeres compartiesen una misma experiencia de opresión; y, por último, la unidad del movimiento feminista, sostenida sobre los anclajes anteriores. En respuesta, diferentes voces cuestionaron la prevalencia de un único sistema de opresión, el patriarcado. Empezamos a entender, de la mano de los feminismos lesbianos, negros y del Sur, que varios sistemas se articulan entre sí, dando lugar a lo que Donna Haraway denomina esa «Escandalosa Cosa»: el (hetero)patriarcado capitalista blanco. También se cuestionó que existiese una vivencia universal de la identidad femenina; por el contrario, poco a poco, y mientras nuestra percepción del mundo devenía global, fuimos descubriendo que la identidad es múltiple, contradictoria, entretejida a partir de experiencias radicalmente diferentes. Por último, se cuestionaron las pretensiones unitarias, totalizantes, del movimiento feminista occidental que, en ocasiones, ha tratado de representar a todas las mujeres. Esta respuesta se encarnó en la presencia de nuevos colectivos que se hacen más visibles en la década de los noventa: transexuales, transgénero, intersexuales, autónomas, lesbianas, precarias, indígenas, trabajadoras sexuales o migrantes. Todos ellos proponen nuevas figuraciones que interrogan la identidad femenina.

Por tanto, asistimos a la crisis del sujeto «Mujer», en tanto concepto universal que trata de aglutinar a todas las mujeres. Sin embargo, esta crisis no debe ser leída como una renuncia a la política. Ni mucho menos como un descrédito de la lucha feminista, como si la desigualdad fuese asunto del pasado. Por el contrario, esta crisis interpela a reinventar las antiguas formas de organización política, así como a repensar sus categorías con el objeto de ampliarlas, observar en sus márgenes e inventar nuevas desde el prisma de las gramáticas de nuestro tiempo. Para quienes crecimos en medio de la maleza del capitalismo contemporáneo, expropiadas de la experiencia política de masas, desarraigadas de los lugares fijos, el desafío político es tan difícil como inevitable: ¿Cómo podemos hacer con un sujeto que ya no es Uno?

Nuevos feminismos y políticas de lo común

Los nuevos feminismos surgen ligados a esta pregunta. Su novedad estriba en hacer de las diferencias una condición inherente a la política. Mientras que el movimiento feminista de la Segunda Ola era masivo, unitario, servía como paraguas a «todas las mujeres», las prácticas políticas posteriores tienen un carácter minoritario, protagonizadas por sujetos diversos; prácticas que ya no abogan por la universalidad, sino que se saben situadas en coordenadas espacio-temporales específicas. Por ello, la posibilidad de constituir coaliciones, alianzas o redes cobra especial importancia, así como la necesidad de responder a la pregunta «¿quién y desde dónde se habla?». La política de la situación de Adrienne Rich, las coaliciones de Judith Butler, el esencialismo estratégico de Chakravorty Spivak, la conciencia opositiva de Chela Sandoval o el más reciente feminismo decolonial que avanza por fuerza desde Latinoamérica son propuestas que ensayan respuestas en este sentido. Se trata de afianzar un feminismo alternativo más allá de los presupuestos modernos, metafísicos, esencialistas, del feminismo hegemónico.

Los desafíos que abre una política atravesada por las diferencias no son pocos. Por una parte, como hemos mencionado, ¿cómo evitar que las diferencias se conviertan en indiferencia ante el poder de los mercados? Por otra, ¿cómo impedir que las diferencias geográficas, étnicas, de sexo o género se traduzcan en desigualdad en el contexto de la globalización? Por último, ¿cómo evitar que la afirmación de las diferencias redunde en una mayor dispersión? Diremos que empezar a responder a estas preguntas pasa por articular una política de lo común que permita defender las prácticas que hacen de lo común una prioridad, así como reconstruir los vínculos sociales rotos por la lógica individualista neoliberal. En este sentido, la política de lo común exige un doble movimiento. Por una parte, se trata de escuchar, atender, cuidar lo común que atraviesa la experiencia social: prácticas colaborativas, redes de cuidado, luchas en defensa de los bienes comunes, espacios de solidaridad, expresiones compartidas de descontento o malestar social. Por otra, se trata de pensar en qué queremos qué consista eso común: ¿cómo queremos vivir juntas y juntos? ¿Qué podría significar hoy una buena vida? Aquí se activa una política no solo de escucha, sino imaginativa y creativa.

Nosotras, que habitamos este tiempo del impasse, que nos desorientamos y aturdimos ante la violencia planetaria desplegada por la lógica de acumulación capitalista, asistimos también al resurgir de una nueva condición política, que nos reclama del siguiente modo: pasar de una política de los sujetos a la apertura de procesos de politización amplios que permitan construir, elaborar, dar cuenta de situaciones que, aunque de modo diferente, estamos experimentando de manera común. No se trata solo de afirmar las diferencias, sino de dar cuenta de lo común. Un común no homogéneo, sino hecho de diversidad, contradictorio, en tensión con lo singular. Se trata de pensarnos enredadas en problemas concretos. Y de no tener miedo a imaginar nuevos sentidos de vida más allá del capitalismo. La pregunta que surge inmediatamente es: ¿cómo es posible mantener el compromiso con lo común cuando la diferencia radical lo declara en cierto modo imposible? A lo que contestamos: ¿no ofrecen las aportaciones feministas señaladas pistas para ello: una política no de la totalidad, sino de lo inacabado? ¿Una política que no renuncia a afirmar, sino que lo hace de otro modo?

Un texto de silvia l. gil, extraído de: 

https://www.diagonalperiodico.net/blogs/vidasprecarias/hacer-desde-impasse-feminismos-diferencias-crisis-y-politica-lo-comun.html